Hace unos
cuarenta años, el etólogo austríaco Konrad Lorenz advertía en
su “La decadencia del hombre" que “existe entre los
grandes éxitos del hombre el dominio del mundo exterior, pero también su
incapacidad, realmente desconsoladora, para solucionar los problemas internos
de la especie humana. Esto no se debe, en modo alguno, al hecho de que los
problemas internos de la especie -sociales en el más amplio sentido- sean quizá
más difíciles de solucionar que los del mundo exterior. Al contrario, no hay
duda alguna de que la desintegración del átomo enfrenta a la razón con
problemas mucho más difíciles que el relativo a cómo se podría impedir que los
hombres se aniquilen mutuamente con ayuda de bombas atómicas. Hay muchas
personas de inteligencia superior a la media que carecen de la suficiente
capacidad de pensamiento abstracto para comprender las matemáticas en que se
funda la física atómica de nuestros días. En cambio, cualquier persona normal
se da perfecta cuenta de lo que se debería hacer y lo que se tendría que evitar
para impedir que la humanidad se destruya a sí misma. A pesar de la enorme
diferencia de las dificultades que ambos problemas ofrecen a nuestra
inteligencia, la humanidad ha resuelto en pocas décadas lo relacionado con la
cuestión atómica. En cambio, frente al peligro de la autodestrucción, que
surgió con el descubrimiento de la primera arma -el hacha de mano- se encuentra
hoy más desamparada de lo que lo estuviera en su época el hombre de Pekín. Da
que pensar el hecho de que la inteligencia más modesta sea capaz de comprender
lo que no debería ocurrir, pero que, sin embargo, ocurre. En un periodo de
tiempo muy pequeño, considerado desde el punto de vista geológico-filogenético,
la floreciente civilización humana, en su continuo ascenso, ha modificado de
tal manera toda la ecología y sociología de nuestra especie, que una serie de
formas de comportamiento endógenas que antiguamente tenían pleno sentido,
carecen ahora no sólo de función, sino que se han tornado incluso
perjudiciales en grandísima medida”.
A
comienzos del siglo XIX, el filósofo alemán Georg W.F. Hegel decía en su "Fenomenología del espíritu"que la
etapa de la autoconciencia “había culminado con su hundimiento en la noche del pensamiento
universal expresado por la iglesia”, una experiencia negativa pero, de todas
maneras, un experiencia de universalidad y, en ese sentido, de la razón, en la
medida en que ésta era universal. Por entonces, Hegel proponía que la razón saliese
a hacer la experiencia positiva de la universalidad y fue en esa dirección que
comenzó a estudiar la naturaleza preguntándose qué relación guardaba ésta con
la racionalidad, un tema que hoy resulta de vida o muerte. El hombre debería
definir teórica y prácticamente sus relaciones con la naturaleza. Tanto en las
sociedades primitivas como en las estamentales, su enraizamiento en la
naturaleza no conocía dudas pues formaba parte esencial de su carácter. La
naturaleza era la madre que proporcionaba el alimento, hacía brotar las plantas
que proporcionaban los frutos necesarios para la alimentación. En sus bosques
nacían y se desarrollaban los animales que proporcionaban la carne. El hombre
iba a cazar o a recoger el fruto como se lo había enseñado algún dios, o como
lo había hecho por primera vez algún héroe mitológico. La madre naturaleza
podía enojarse y enviar castigos a quienes no la respetaban como era debido.
Terremotos, tormentas, inundaciones, derrumbes en las montañas, eran todos
castigos por la falta de respeto para el trato debido a la madre naturaleza. Es
obvio que esta concepción correspondía a un bajo nivel de desarrollo del ser
humano y debía ser superada. No obstante, algo esencial debía conservarse y
era, claro está, el trato amigable con la naturaleza.
Cuando se
produjo la gigantesca revolución con la que comenzó la modernidad Hegel pensaba
que “la razón, que creyó llegada la hora de su plena emancipación, planta en
todas las alturas y en todas las simas el signo de su soberanía". Pero esa
“razón” evidentemente no tuvo en cuenta la protección de los equilibrios
ecológicos del planeta. La tierra pasó a ser no más que un objeto, una cosa,
algo a ser trabajado. Más aún, era capital en potencia, si no, era pérdida.
Para redituar beneficios debía ser explotada, ergo, destruida, aniquilada. De
su devastación fue que surgió y prosperó el capital: los frutos de la expoliación
indiscriminada de la naturaleza se valorizan en los mercados internacionales. Y
ya no sólo se destrozan inmensas extensiones de ella, sino que su deterioro
ahora está seriamente dañando la capa atmosférica. El ambiente se está tornando
irrespirable, la vida sobre el planeta Tierra se encuentra amenazada. En todas
las sociedades anteriores a la sociedad burguesa, el todo era claramente
anterior a las partes; la comunidad, anterior al individuo. En sentido
estricto no existía el individuo como se lo entendió a partir de la modernidad.
Él no podía verse a sí mismo si no era formando parte de la comunidad, ya se
tratase de la comunidad primitiva, la familia patriarcal o matriarcal, la
tribu, la gens, la polis, el feudo o la iglesia. Cuando apareció la individualidad,
el “homo economicus”, las estructuras anteriores entraron en descomposición.
A mediados
del siglo XIX, el químico escocés Robert Angus Smith, a la sazón asistente
en el Chemistry Laboratory de la Royal Manchester Institution en Manchester,
Inglaterra, observó que en esa ciudad caían precipitaciones que corroían
metales, desteñían las ropas, dañaban los vegetales y enfermaban a las personas
y los animales. Las denominó “lluvias ácidas”, y encontró su origen en la
reacción producida por la combinación del óxido de nitrógeno y el dióxido de
azufre -emitidos por las chimeneas de las fábricas- con la humedad del aire. A
su vez estos, al entrar en contacto con el vapor de agua, generaban ácidos
nítricos y sulfúricos que acompañaban a las precipitaciones
dando forma a ese devastador fenómeno. Veinte años más tarde, en pleno auge del
desarrollo de la Revolución Industrial, Smith volcaría su preocupación por el
impacto de las actividades del hombre en el medio ambiente en su ensayo “Aire y lluvia. Principios
de una climatología química". También por entonces, el filósofo, naturalista y
biólogo alemán Ernst Haeckel acuñaría en su obra “Morfología
general de los organismos" el término “ökologie” (ecología) a partir
de las palabras griegas “oikos” (casa, vivienda, hogar) y “logos” (estudio,
tratado). Para Haeckel, la ecología debía encarar el estudio de una especie en
sus relaciones biológicas con el medio ambiente. A partir de aquella obra -y en
un sentido amplio- la ciencia de la Ecología se remitió al estudio de la
interacción de los seres vivos con el medio ambiente y su transformación a
través del tiempo por las comunidades biológicas.
Otros científicos
se ocuparon posteriormente del medio en que vivía cada especie y de sus
relaciones simbióticas y antagónicas con otras. Así, en la segunda década del
siglo XX, tanto el biólogo y zoólogo alemán August
Thienemann en su "El
concepto de producción en Biología" como el zoólogo y naturalista inglés
Charles Elton en su “Ecología animal", impulsaron la ecología de las comunidades.
Trabajaron en conceptos como el de cadena alimentaria, o el de pirámide de las
especies, que sostiene que el número de individuos -desde las plantas hasta los
animales herbívoros y carnívoros- disminuye progresivamente desde la base hasta
la cima. Sin embargo, con el tiempo el concepto de ecología se extendió hasta
abarcar el análisis de las propiedades del medio, incluyendo el
desplazamiento de materia y energía y su evolución a raíz de la presencia de
conjuntos biológicos. Luego, con el correr de los años, aquellas originales
inquietudes irían derivando hacia otras más preocupantes a medida que el
exponencial desarrollo de la tecnología llevó al agravamiento dramático e
incesante de los problemas ambientales a escala mundial, llevando así a que los
temas ecológicos pasaran a concitar la máxima atención.
Para el sociólogo
y filósofo franco-brasileño Michäel Löwy la presente crisis
económica va de la mano de esa crisis ecológica; ambas son parte de una coyuntura
histórica más general. En un escenario que se distingue por la “mercantilización
de todo”, tal como lo define el sociólogo estadounidense Immanuel
Wallerstein en su "Análisis de los
sistemas-mundo", “la humanidad -dice Löwy en el prefacio de su libro “Ecosocialismo"- se enfrenta con una crisis del presente modelo de
civilización, la civilización Occidental moderna capitalista/industrial, basada
en la ilimitada expansión y acumulación de capital, en la despiadada
explotación del trabajo y la naturaleza, en el individualismo y la competencia
brutales, y en la destrucción masiva del medio ambiente. La creciente amenaza
de ruptura del equilibrio ecológico apunta a un escenario catastrófico -el
calentamiento global- que pone en peligro la supervivencia misma de la especie
humana. Más allá de un cierto umbral, que podría alcanzarse mucho mas rápido de
lo previsto, el sistema climático podría exasperarse de manera irreversible; ya
no se puede excluir un cambio súbito y brutal, que haría subir la temperatura
global varios grados, a un nivel insoportable. Frente a esta comprobación,
confirmada por los científicos y compartida por millones de ciudadanos del
mundo entero conscientes del drama, ¿qué hacen los poderosos, la oligarquía de
los multimillonarios que dirige la economía mundial?”.
Esta estimación
es compartida por el periodista francés Hervé Kempf. Especializado en
temas ecológicos, en su libro “Cómo
los ricos destruyen el planeta" afirma categórico: “El sistema mundial que rige
actualmente la sociedad humana, el capitalismo, se opone de manera ciega a los
cambios que es indispensable esperar si se quiere conservar para la existencia humana
su dignidad y su promesa. No podemos obviar, por parte de la oligarquía, un
deseo inconsciente -incontenible- de catástrofe, la búsqueda de una apoteosis
del consumo que llegaría hasta el consumo del propio planeta Tierra por medio
del agotamiento. La violencia constituye el núcleo del proceso que funda la
sociedad de consumo: el desgaste de los objetos, el valor creado es mucho más
intenso en su violento agotamiento. Para los ricos el único valor de nuestra
existencia es que necesitan nuestro voto en cada elección para hacer que sean
electos los políticos cuya campaña ellos han financiado. A medida que
descendemos en la escala de la riqueza, los filtros de las posibilidades de
cada uno van despojando la marea de los frutos del cuerno de la abundancia. Los
pobres ya no son los mismos de hace veinte años. Antes se trataba de ancianos
que pronto iban a desaparecer; hoy, los pobres son, ante todo, jóvenes
llenos de futuro -sí-, pero en la pobreza. El capitalismo moderno está
organizado como una gigantesca sociedad anónima. Es necesario comprender que
crisis ecológica y crisis social son las dos caras de un mismo desastre. Una
cara es el eco de la otra, ambas se influencian mutuamente, se agravan
correlativamente”.
También la
periodista e investigadora canadiense Naomi Klein critica el
hiperconsumismo propiciado por las marcas, la explotación corporativa de las
comunidades golpeadas por el desastre o “la ficción del crecimiento infinito en
un planeta finito”. Lo hace desde las páginas de su nuevo libro, “Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el
clima", en el que asegura que “aún hay tiempo de evitar la catástrofe del
calentamiento pero no dentro de las reglas del capitalismo tal como están
armadas hoy, lo que, sin dudas, es el mejor argumento de todos los tiempos para
cambiar dichas reglas”. Retomando los argumentos utilizados en “No logo. El poder de las marcas" y “La doctrina de shock. El auge del capitalismo
del desastre", sus libros anteriores, Klein insiste en que no se puede
prevenir el desastre ecológico que enfrenta la humanidad sin entender esta
ideología autómata perpetuada por años. Esa filosofía -el neoliberalismo-
promueve un sistema de alto consumo y con hambre de carbón, alienta las
megafusiones, los acuerdos comerciales hostiles al medio ambiente y a las leyes
laborales, y la hipermovilidad global, lo que permitió que las grandes corporaciones
como Exxon, por ejemplo, “hiciera en 2014 más dinero que ninguna compañía en la
historia del dinero”. Ese poder descomunal aplasta el proceso democrático y les
permite a esas empresas tratar a la atmósfera como un “vertedero de basura”.
En 1988 el
físico y climatólogo estadounidense James Hansen, a la
sazón director del Goddard Institute for Space Studies de la NASA, dio un
testimonio histórico en el Congreso de Estados Unidos al declarar que la
ciencia era 99% inequívoca cuando afirmaba que el mundo se estaba calentando y
que se necesitaba actuar en conjunto para reducir emisiones. Este diagnóstico
fue hecho en pleno auge de la “revolución conservadora” encabezada por Ronald
Reagan y Margaret Thatcher, una
contrarrevolución presuntuosa que dio lugar al neoliberalismo con su culto a
las privatizaciones, la globalización y la conversión de las democracias en
plutocracias. Basada en tres pilares de hierro (la descentralización del poder
del Estado, la globalización financiera y la socialización del déficit público
financiado con deuda y no con impuestos progresivos), esa nueva estrategia
capitalista fue la que condujo irremediablemente a la crisis global del siglo
XXI. En ese sentido y entrelazando la ciencia con la psicología, la
geopolítica, la economía, la ética y el activismo para dar forma a la cuestión
del clima, Klein expone en su libro la “deriva del capitalismo hacia el
monopolio”, el “intento de los intereses corporativos de captar y achicar
drásticamente la esfera pública” y de “los capitalistas del desastre que usan
las crisis para pasar por encima de la democracia”. “Todo intento de levantarse
contra el desafío del clima no será fructífero a menos que se entienda como
parte de una batalla más profunda de miradas del mundo”, dice Klein. “Nuestro
sistema económico y el planetario están en guerra”. Y esto es así,
efectivamente.
En 1961, en
un discurso dado en la ONU, John F. Kennedy manifestaba:
“Cada habitante de este planeta debe tener en cuenta que un día este planeta ya
no será habitable”. El por entonces presidente de Estados Unidos estimaba que
la amenaza era la bomba de hidrógeno (una bomba que su propio país había creado
y detonado por primera vez en 1952) y no el caos del clima, al que se
consideraba apenas un problema pasajero. Mucho antes, más precisamente en 1899,
otro estadounidense -el economista y sociólogo Thorstein Veblen- analizaba
en “La teoría de la clase ociosa" la
estructura económica de su época y criticaba mordazmente la ostentación que de
su estatus social hacían constantemente gala las clases más favorecidas. Cinco
años más tarde, en “La teoría de la empresa
económica", Veblen profundizaría en el análisis del contraste entre la
racionalidad del proceso productivo industrial y la irracionalidad en el ámbito
de las decisiones financieras, un análisis que hoy tiene muchísima vigencia.
Esa clase social -hace ya cien años pero mucho más hoy en día-, obsesionada por
el consumo ostentoso y la competencia suntuaria, es indiferente a la
degradación de las condiciones de vida de la mayoría de los seres humanos y
ciega frente a la gravedad del envenenamiento de la biosfera. De la mano de una
clase dirigente predadora y codiciosa obstaculiza cualquier veleidad de
transformación efectiva; casi todas las esferas de poder y de influencia están
sometidas a un pseudorrealismo que pretende que cualquier alternativa es
imposible y que la única vía imaginable es la del “crecimiento”.
El antes
mencionado Löwy involucra sin tapujos a “los ‘responsables’ del planeta -multimillonarios,
directivos, banqueros, inversores, ministros, parlamentarios y otros ‘expertos’-
que, motivados por la racionalidad limitada y miope del sistema, obsesionados
por los imperativos de crecimiento y de expansión, por la lucha por las partes
del mercado, por la competitividad, los márgenes de ganancia y la rentabilidad,
parecen obedecer al principio proclamado por Luis XV: ‘Después de mí, el
diluvio’. El diluvio del siglo XXI corre el riesgo de tomar la forma, como
aquel de la mitología bíblica, de un ascenso inexorable de las aguas que
ahogará bajo las olas a las ciudades costeras de la civilización humana”. Esta
afirmación nos retrotrae inevitablemente a “La
ideología alemana", obra escrita por el filósofo alemán Karl Marx en 1845 en la que, uniendo la reflexión y la crítica filosófica
al análisis histórico y económico, preveía que las fuerzas
productivas se convertirían en fuerzas destructivas. Y en su obra posterior, “Crítica del programa de Gotha", afirmaba que el
objetivo de los seres humanos no debía ser producir una cantidad cada vez mayor
de bienes sino reducir el tiempo social de trabajo para ampliar de ese modo el
tiempo libre de los seres humanos, rompiendo así con la ideología del progreso
lineal del positivismo y proponiendo en cambio el socialismo.
Si bien en
1859, en “Contribución a la crítica
de la economía política", Marx habla de convertir “el desarrollo de las fuerzas
productivas” en el principal vector del progreso humano sin hacer ninguna evaluación
crítica de las mismas, en su obra más famosa, “El
Capital", opuso a la lógica depredadora del suelo del capitalismo el
tratamiento racional de la tierra “como eterna propiedad comunitaria, y como
condición inalienable de la existencia de la reproducción de la cadena de las
generaciones humanas sucesivas”. Para el "pensador del Milenio" (tal
como lo calificó una encuesta de la BBC realizada a fines de 1999 en
la que votaron personas de todo el mundo), la tierra no es propiedad de nadie;
todas las sociedades son sus usufructuarias, con la obligación de conservarla y
dejarla en buenas condiciones para las futuras generaciones. Si bien la
reflexión ecológica no ocupó un lugar central en su obra (lo que ha sido objeto
de una crítica malintencionada), puede encontrarse en ella cierta conciencia
del carácter depredador de algunas prácticas económicas como las críticas a la
degradación y agotamiento de los suelos o la destrucción de los bosques,
resultado de una contradicción insalvable entre la lógica inmediatista del
capital y el interés general de la humanidad. Expresiones como “control”,
“dominio” o “dominación” de la naturaleza por el hombre, muchas veces no
apuntan a los aspectos patrimoniales sino al beneficio que el conocimiento de
las leyes de la naturaleza procura a los seres humanos.
Un siglo y
medio después de la publicación de la obra cumbre de Marx, un nuevo informe de
la NASA presentó un alarmante diagnóstico sobre lo que está ocurriendo: “El
planeta Tierra, la creación, el mundo en el que la civilización se desarrolló,
el mundo con las normas climáticas que conocemos, con su geografía costera
estable, está en peligro, un peligro inminente. La urgencia de la situación
solo se cristalizó a lo largo de los últimos años. Ahora tenemos pruebas
evidentes de la crisis. La sorprendente conclusión es que la continuación de la
explotación de todos los combustibles fósiles de la Tierra no solo amenaza a
millones de especies en el planeta, sino también la supervivencia de la
humanidad misma, y los plazos son más cortos de lo que pensamos”. Mientras
tanto, diversas organizaciones ambientalistas internacionales como Earth Action,
Greenpeace o World Wildlife Fund advierten hace años sobre los graves problemas
que amenazan al planeta, citando entre ellos al cambio climático, la pérdida de
la biodiversidad, el uso y abuso del nitrógeno para la producción de
fertilizantes o aditivos alimenticios, la acidificación de los océanos, el
desgaste de la capa de ozono y la creciente deforestación.
En un
artículo publicado en el nº 12 de la revista “Ideas de Izquierda” aparecida en agosto
de 2014, el profesor de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires Juan Luis Hernández reflexiona sobre
“Ecosocialismo”, el libro de Löwy. “La idea central de esta corriente -explica
Hernández- es la incompatibilidad entre la subsistencia del capitalismo y la
búsqueda de un punto de equilibrio medioambiental. Una clase dirigente
obsesionada por el consumo suntuoso y la acumulación, permanece indiferente
ante la degradación de las condiciones de vida de la mayoría de la humanidad,
como quedó demostrado por el fracaso de las conferencias internacionales sobre
el cambio climático, en las cuales Estados Unidos, China y Europa se niegan a
reducir las emisiones de los gases responsables del calentamiento global o
efecto invernadero”. Löwy sostiene en su obra que una política ecologista no
socialista resulta incapaz de solucionar los problemas atacando sus raíces: la
priorización de la ganancia y la acumulación, el despilfarro de la gestión no
planificada de los recursos naturales. A su vez, cualquier proyecto socialista
que no se plantee la resolución de los problemas medioambientales termina
convirtiéndose en un callejón sin salida.
El
ecosocialismo, síntesis dialéctica de los principios fundamentales del
ecologismo y de la crítica marxista a la economía y a la explotación
capitalista, es al mismo tiempo una crítica a la “ecología de mercado”, que
termina siendo funcional al capitalismo, y a las variantes “socialistas
productivistas” del siglo XX (socialdemócratas o estalinistas), basadas en una
supuesta expansión cuantitativa ilimitada de las fuerzas productivas, sin tener
en cuenta el equilibrio necesario con el medio ambiente. Por el contrario, el
ecosocialismo postula una transición al socialismo basada en la protección del
medio ambiente, en el cual sea la propia población la que defina
democráticamente las prioridades mediante una planificación racional a nivel
local, nacional e internacional. El inicio de un proceso de transición al
socialismo requiere, junto con la supresión de las relaciones de producción
capitalistas y la propiedad colectiva de los medios de producción, el reemplazo
de la energía proveniente de la incineración de combustibles fósiles por
fuentes de energía renovables (eólica/solar), la reestructuración de ramas
enteras de la producción que deberán ser reemplazadas y/o abandonadas, y
cambios estructurales en los patrones de consumo de las sociedades.
El término
“ecosocialismo” recién empieza a ser utilizado a partir de los años ‘80, cuando
el partido político alemán Die Grünen se designa como “ecosocialista”. Hacia esa
época se publicó el libro “La alternativa" escrito
por un disidente socialista de la Alemania del Este, el filósofo Rudolf Bahro,
quien desarrolló una crítica radical del modelo soviético y de Alemania del
Este en nombre de un socialismo ecológico. También por esos años el sociólogo y
economista estadounidense James O’Connor teorizó su concepción de un
marxismo ecológico en su ensayo “Causas naturales" y fundó la
revista “Capitalism, Nature and Socialism”, mientras que el político francés
Pierre Juquin, en coautoría con otros intelectuales, lanzaba el
libro “Por una alternativa
ecológica en Europa", una suerte de manifiesto ecosocialista europeo.
Paralelamente en España, en torno a la revista de Barcelona “Mientras
Tanto”, se desarrolló una reflexión ecológica socialista, lo mismo que en la revista
norteamericana “Monthly Review”, la canadiense “Canadian Dimension” o
la francesa “La Décroissance”. En todas ellas se propugna por el predominio del
valor de uso por sobre el valor de cambio, la reducción del tiempo de trabajo y
de las desigualdades sociales, la ampliación de lo “sin fines de lucro”, la reorganización
de la producción de acuerdo con las necesidades sociales y la protección del
medio ambiente.
La premisa
central del ecosocialismo -explica Löwy- es que todo socialismo no ecológico es
un callejón sin salida. Una ecología no socialista es incapaz de tomar en
cuenta las apuestas actuales. La asociación del “rojo” (la crítica marxista del
capital y el proyecto de una sociedad alternativa) y del “verde” (la crítica
ecológica del productivismo que realiza) no tiene nada que ver con las
combinaciones gubernamentales denominadas “rojiverdes”, las que no son más que
coaliciones entre la socialdemocracia y ciertos partidos verdes que se forman
alrededor de un programa social-liberal de gestión del capitalismo. El
ecosocialismo es una proposición radical que ataca la raíz de la crisis
ecológica, que se distingue tanto de las variantes productivistas del
socialismo del siglo XX (ya sea la socialdemocracia o el “comunismo”
estalinista), como de las corrientes ecológicas que se adaptan, de una manera o
de otra, al sistema capitalista. Es una proposición radical que no sólo apunta
a una transformación de las relaciones de producción, a una mutación del
aparato productivo y de los modelos de consumo dominantes, sino también a crear
un nuevo paradigma de civilización, en ruptura con los fundamentos de la
civilización capitalista/industrial occidental moderna.
Si es o no
el ecosocialismo el camino adecuado para responder a las necesidades sociales
reales es materia discutible. Lo que sí parece estar muy claro es que hoy la
preservación del medio ambiente es incompatible con la lógica expansiva y
destructiva del sistema capitalista. La búsqueda del “crecimiento” bajo la
égida del capital está conduciendo a las especies vivientes a una catástrofe
sin precedentes en la historia de la humanidad: el calentamiento global. Este
fenómeno está haciendo aumentar la temperatura del planeta a un ritmo cada vez
más intenso. El resultado inmediato es el derretimiento de los glaciares de
Asia, Europa y América, del casquete Ártico y de la Antártida. La consecuencia
es el aumento del nivel de los océanos, que en pocos años o décadas anegarán
las ciudades costeras donde vive la mayor parte de la población humana. En lo
que respecta a la Antártida, los últimos estudios de la NASA dan cuenta del
inicio de un proceso irreversible de retroceso de los glaciares próximos al Mar
de Amundsen. En Groenlandia y el casquete Ártico la situación es aún peor. Año
a año, el deshielo de la banquisa -como se llama la capa de hielo que flota
sobre el océano- alcanza nuevos récords, afectando el hábitat de la fauna
ártica, contribuyendo al aumento del nivel de los océanos y disminuyendo la
capacidad de refracción solar de la banquisa. “Este fenómeno -explica el antes
citado profesor Hernández-, provocado por una mayor emisión de gases de efecto
invernadero, es consecuencia de, y a la vez retroalimenta, el desajuste
climático global”.
En
Sudamérica, entre los problemas medioambientales más urgentes se destacan la
deforestación de la Amazonia y la minería a cielo abierto. A pesar de su
frondosidad, la floresta amazónica es un ecosistema muy frágil. Su carpeta
vegetal tiene un espesor de apenas 30 a 40 cm. de humus (contra 90 a 120 de las
llanuras o praderas). Por este motivo, las raíces de los árboles se extienden
en forma horizontal, cuando se lo tala se pierden muchos metros cúbicos de
tierra, arrancados con las raíces. En la superficie deforestada es muy difícil
el cultivo de soja o cereales, ya que en poco tiempo se agotan las nutrientes;
si se introduce ganado, éste come el pasto desde las raíces y destruye con las
pezuñas la débil carpeta vegetal. En suma, en pocos años solo queda tierra
árida, como se puede apreciar a simple vista en las orillas del Amazonas. Desde
hace siglos, los grupos étnicos que habitan la Amazonia cultivan mandioca, maíz
y yuca sobre el igaporé, las tierras inundables en donde las crecidas de los
ríos depositan un limo fértil, bajo la sombra protectora de los árboles. Estos
métodos sencillos siguen dando mejores resultados que los de los “agronegocios”,
haciendo realidad la hipótesis que Walter Benjamin expresara
en 1928 en su “Calle de sentido único": los supuestos
impulsores del progreso propagan en realidad la barbarie. En manos de
terratenientes y capitalistas, que sólo apuntan a maximizar ganancias en el
corto plazo, la Amazonia corre el riesgo de desertificarse en poco tiempo, con
consecuencias incalculables sobre el clima de todo el planeta, del cual
constituye hoy el principal pulmón productor de oxígeno.
La
megaminería o minería a cielo abierto, por su parte, implica la voladura con toneladas
de explosivos de las montañas, la pulverización de las rocas y la separación mediante
sustancias químicas de los metales de la escoria residual. Este proceso provoca
la destrucción irreversible del entorno natural e insume enormes cantidades de
agua. En definitiva, consume los recursos fundamentales de un territorio para
la reproducción de la vida en todas sus formas, en aras de explotaciones
mineras intensivas que no perduran más de dos o tres décadas. Dadas estas
circunstancias, es menester clarificar teóricamente las relaciones esenciales
del hombre con la naturaleza dado que la humanidad nunca ha sido tan
dependiente como en estos tiempos en que la globalización de la economía, de la
política y de las fuentes de información hace y deshace a su antojo. Es
necesario repensar la vinculación hombre-naturaleza ya no meramente en un
marco nacional como lo planteaba Hegel, sino en el del planeta entero. Las
revoluciones del siglo XX levantaron como banderas de redención la lucha por el
pan, la tierra, la libertad y la paz entre los pueblos. Las revoluciones del
siglo XXI deben ampliar la agenda, incluyendo otros horizontes, entre ellos, la
preservación del medio ambiente en el cual la humanidad construye, día a día,
su presente y su porvenir.