Al igual
que la crisis, el desempleo es un cataclismo que aflige de tanto en tanto a la
sociedad; en mayor o menor medida es uno de los síntomas constantes de la vida
económica contemporánea. Los estratos mejor organizados y pagos de la clase
obrera que llevan el registro de los desocupados de su gremio saben de la
cadena ininterrumpida en las estadísticas de desocupación para cada año y para
cada semana y mes del año. La cantidad de obreros desocupados tendrá
fluctuaciones, pero jamás, ni por un solo instante, se reduce a cero. La
sociedad contemporánea demuestra su impotencia ante la plaga de la desocupación
cada vez que ésta fe vuelve tan seria que los órganos legislativos se ven
obligados a tratar el problema. Después de mucho discutir, estas deliberaciones
concluyen en una resolución para iniciar una investigación sobre la cantidad
real de desocupados. Generalmente se limitan a medir la envergadura de la
tragedia, así como en las inundaciones se mide el nivel del agua con un
indicador. En el mejor de los casos se aplica el débil paliativo del seguro al
parado (a expensas, generalmente, de los obreros ocupados) para disminuir los
efectos del fenómeno, sin siquiera tratar de llegar a la raíz del mal.
A
principios del siglo XIX, el cura Malthus, ese gran profeta de la burguesía
inglesa, proclamó con esa refrescante brutalidad tan característica en él: "Si
el obrero no puede obtener medios de subsistencia de sus parientes, a quienes
se los puede reclamar con justicia, y si la sociedad no necesita su trabajo, el
que nace en un mundo donde ya existe el pleno empleo no tiene derecho a la
menor partícula de alimento, en realidad nada tiene que hacer en ese mundo. No
tiene un sitio reservado en la gran mesa de la naturaleza. Esta le ordena
desaparecer y rápidamente ejecuta la orden". La sociedad moderna, con esa
hipocresía “social-reformista” que la caracteriza, frunce el ceño ante tanta
candidez. En los hechos le permite al proletario desocupado “cuyo trabajo no
necesita”, “desaparecer” de alguna manera, tarde o temprano: así lo demuestran
las estadísticas de deterioro de la salud pública, de mortalidad infantil, los
crímenes contra la propiedad en todas las épocas de crisis.
Por otra
parte, la sociedad contemporánea no ha encontrado el remedio para la
desocupación. Y sin embargo no se trata de una ley de la naturaleza, ni de una
fuerza física de la naturaleza, ni de un poder sobrenatural, sino de un
producto de relaciones económicas puramente humanas. Una vez más nos
encontramos con un enigma económico, que nadie desea que nadie provoca adrede,
pero que se sucede periódicamente, con la regularidad de un fenómeno natural,
por encima de las cabezas de los hombres podríamos decir. Ni siquiera tenemos
necesidad de recurrir a hechos tan notables de la vida cotidiana como las
depresiones y la desocupación, es decir, calamidades que quedan fuera de la
esfera de lo normal (al menos la opinión pública sostiene que dichos eventos
conforman una excepción al curso normal de los acontecimientos).
Veamos, en
cambio, el ejemplo más común de la vida diaria, que se multiplica en todos los
países: la fluctuación de los precios de las mercancías. Hasta un niño sabe que
los precios de las mercancías no son algo fijo e inmutable sino todo lo
contrario, suben y bajan casi todos los días, incluso a toda hora. Tomemos
cualquier diario, vayamos a las informaciones financieras y leamos los precios
del día anterior; trigo: débil a la mañana, mejor al mediodía, más alto o más
bajo al cierre. Lo mismo ocurre con el cobre, el hierro, el azúcar y el aceite
de uva. Y lo mismo con las acciones de las empresas industriales, privadas o
estatales, en la Bolsa. Las fluctuaciones de los precios son un hecho
incesante, “normal”, cotidiano, de la vida económica contemporánea. Pero de
estas fluctuaciones resulta que la situación financiera de los dueños de todas
estas mercancías cambia en forma diaria y horaria. Si aumenta el precio del
algodón, aumenta la riqueza de los comerciantes y fabricantes que poseen
acciones en el algodón; si bajan, la riqueza disminuye. Si aumenta el precio
del cobre, los accionistas se enriquecen; si disminuye, se empobrecen. Así con
una simple fluctuación de precios, con los resultados bursátiles, una persona
puede convertirse en millonario o en mendigo en cuestión de pocas horas.
Desde
luego, la especulación y el fraude se basan en este mecanismo. El propietario
medieval se enriquecía o empobrecía con una buena o mala cosecha; o, como un
caballero errante, se enriquecía si asaltaba en los caminos a una cantidad
suficiente de comerciantes acaudalados; o aumentaba su riqueza (éste era el
método consagrado y preferido) exprimiendo aun más a sus siervos mediante
impuestos en especie y dinero. Hoy una persona puede volverse rica o pobre sin
mover Un dedo, sin que medie un acontecimiento natural, sin dar nada a nadie,
sin robar cosa alguna. Las fluctuaciones de los precios son movimientos
secretos dirigidos por un agente invisible que se mueve a espaldas de la
sociedad, provocando cambios constantes en la distribución de la riqueza
social. Observamos este movimiento así como leemos la presión en un barómetro,
la temperatura en un termómetro. Y sin embargo los precios de las mercancías,
con sus fluctuaciones, son asuntos evidentemente humanos, acá no hay magia
negra. Nadie sino el hombre, con sus propias manos, produce estas mercancías y
fija los precios, salvo que surja de sus acciones algo que no pretende ni
desea; una vez más la necesidad, el objeto y el resultado de la actividad
económica se encuentran en flagrante contradicción. ¿Cómo ocurre esto, cuáles
son las leyes negras que, operando a espaldas de los hombres, conducen a la
actividad económica del hombre contemporáneo a resultados tan extraños? Sólo la
investigación científica puede resolver estos problemas. Se ha vuelto necesario
resolver todos estos enigmas mediante la investigación exhaustiva, la
meditación profunda, el análisis, la analogía, para penetrar en las relaciones
ocultas cuyo resultado es que las relaciones económicas humanas no corresponden
a las intenciones, a la voluntad, en fin, a la conciencia del hombre. De esta
manera el problema que enfrenta la investigación científica puede definirse
como la falta de conciencia humana de la vida económica de la sociedad, y así
llegamos a la razón inmediata del surgimiento de la economía.